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Minicuentos grises de Ricardo Rubio
Aliteraciones, sonsonetes, paronomasias y otros juegos con la lengua. Ricardo Rubio es Poeta y narrador. Ha publicado también ensayo y teatro. Se han estrenado trece de sus obras teatrales.
Mostrando 16 a 22, de 22 entrada/s en total:
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DOS POR PISO

06 de Septiembre, 2009  ·  Dos por piso

En la maquinaria de la empresa, Susy era sólo una arandela sujeta a los empujones del jefe. Además del bálsamo, le servía té verde y le contestaba con odio las llamadas de su esposa. También llenaba planillas, firmaba formularios y mantenía al día la agenda de las reuniones que se celebraban en el primer piso. Una mirada de su jefe bastaba para que Susy se acollarase el vestido y se pusiese en pose, de panza a la fotocopiadora; él cerraba las puertas, bajaba las cortinas, se aflojaba el cinto y marcaba cien en el contador de copias. Luego se inspiraba con los muslos de Susy achatados contra la pálida pared del aparato; se regodeaba en las caderas ensanchadas por la flexión de la cintura y se dejaba llevar por el instinto que lo aturdía con promisoria eficacia; era tosco y taciturno, apenas sonreía al fervor de la fiesta. En cambio, ella era expresiva, exuberante, espaciosa, y siempre obtenía las cien copias de su propio ombligo que surgían mientras el jefe la estrujaba, yendo y viniendo como la luz de la máquina. Era entonces cuando se sentía más viva, más importante, casi imprescindible, y la vanidad le trepaba el tamaño haciéndole creer que el resto de su vida sería la prolongación de ese instante. Para el jefe, la descarga no era más que un mandado; él tenía una chequera, dos familias, tres pececitos. Pero no negaba que en esos momentos fueran uno, jadeando en una nube de asma con generosa avaricia. Y llegó ese día en el que Susy sintió que no le bastaba asumirse imprescindible, e interpeló a su jefe por un futuro preciso que había fermentado sólo en su cabeza a la caza del favor fantasmal de una falacia. El jefe la despidió de inmediato, en silencio y sin sonrisas le señaló la salida. Ahora ella, con la pasión en coma y el dolor en punto, como si un solvente de odio le licuara la tinta del sentimiento, buscaba otra empresa; mientras tanto, él fotocopiaba otra historia.
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LA OTRA TIERRA

06 de Septiembre, 2009  ·  La otra tierra

Sentía rechazo por las ideas de los adultos de las que no quería saber nada. Sus diecisiete lo vestían de huesos largos, buena nariz y barba rala. Pensaba, o creía que pensaba en la estafa de sus mayores y de los mayores de sus mayores, y esa mañana decidió cambiar para seguir siendo el mismo. Dejó una carta a su madre, con la que intentó superar el miedo a necesitarla; pensó que a su padre no le importarían dos manos menos, después de todo, también se llevaría la boca; para sus hermanos no tuvo ni el destello del desgano. Partió hacia las aventuras del ruido y la melancolía; durmió en lechos de silencio y extrañó las tibias manos con tisana y las madrugadas con labios y sonrisas. Supo entonces que sólo el acto destina, pero ya tenía treinta y no sabía aún si las voces de los hombres concordaban con sus manos. Capituló la dicha, capituló la pena; y la pena y la dicha se fueron con él, tiempo después, cuando lo crucificaron.
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publicado por perlateo a las 04:46 · 1 Comentario  ·  Recomendar
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LA RUECA

06 de Septiembre, 2009  ·  La rueca

Ester estaba descalza y la desnudez le subía hasta los muslos donde se abría la campana de su pollera. Desde lejos, el doctor Cafure le acariciaba el cuerpo con las manos incorpóreas de la mirada y abrigaba en sus entrañas la ácida ingesta de la carne cruda. Ester colgaba los trapos de la miseria en la línea de alambre que cruzaba su terraza con la sutil destreza que regala el hábito. Desde lejos, el doctor Cafure le subía la falda con el indetenible deseo transformado en viento. Ester pendía las prendas más secretas al paso de un aire secretísimo, prensaba los broches en las zonas más finas y no sentía el roce de los ojos traviesos del doctor Cafure, que se saturaba el seso con la sensación de la sed. Ester sospechó de la ventana que apenas se abría a la luz y se quitó la blusa frente a los impávidos ojos porcinos del espía. Encendió el radio, buscó la cadencia y tramó la danza que enfermó al fisgón. Ester bailaba, y los duendes bailaban y entraban a la pieza del doctor Cafure con los vaporosos enigmas que rebasan la esperanza, con la incertidumbre impiadosa de los impulsos, con la impúdica impresión de la impureza. Ester dejó que la campana de su pollera cayera, que su intimidad de raso rojo trazara un suspiro de asombro en la garganta del doctor Cafure, que el contorno de su piel flameara como una lenta víbora escondida en un manzano y contagiara la célula ardiente del hombre irresoluto que no negaba el fuego de aquel juego. A medio camino de la demencia, el doctor Cafure entreabrió un poco más las celosías del deseo con los poros enfermos de su instinto rancio. Creyó sonreír cuando ella lo vio con la epidemia caliente que abrigaba el desquicio. Ester recordó el fraude funesto de su familia, su sangre repleta de infortunio, el virus cuántico de su desgracia y el largo vaivén de la melancolía. El doctor Cafure traspuso la ventana, cruzó la terraza y llegó hasta ella, hastiado de enhebrar pedazos descosidos. Entró en su cuerpo como si fuera suyo y salió de él como si fuera otro. Al día siguiente, Ester, que estaba descalza y la desnudez le subía hasta los muslos donde se abría la campana de su pollera, pensaba que la muerte del doctor Cafure le dejaría libre el camino hacia el más chico de los Cervera, que entreabría la ventana para verla bailar. Aún más lejos, los gatos dormían, las aves cantaban y la providencia mantenía su eterna ebriedad.     
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publicado por perlateo a las 04:27 · 4 Comentarios  ·  Recomendar
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REVANCHA

06 de Septiembre, 2009  ·  Revancha


La dejó sola frente al juez de paz y se fue con otra que por otra abandonó al poco tiempo. Eso recordaba ahora con el tierno pensamiento de un niño asomado a la distancia. Miró a la loca del bar y pidió una botella. Desde entonces, el ocio del negocio lo consumía y el alcohol le agotaba las monedas, la garganta y le arrobaba del rostro. Un albur alborotado lo sumía en el fárrago atroz de una existencia llena de vacío y destiempo. Estaba recordándola cuando ella entró al local con una blusa ingenua y una pollera a dos aguas. Se miraron como en los viejos tiempos. Él sintió que lo buscaba; ella, que lo había encontrado. La mujer se detuvo sumisa ante su mesa y comparó el recuerdo con lo que estaba viendo. Ella sabía que él seguía en el oficio; se sentó, abrió la cartera y le mostró la foto de un fulano y un fajo de cinco que no ocultó hasta terminar con los detalles. Mirándola, recordó la ingeniosa ingeniería de aquel cuerpo abierto a su última sonrisa, ahora mudo para él. Ella miró su reloj y ajena le dijo: “ahora”. Él consintió, se incorporó, se acomodó el treinta y dos todavía caliente de un asunto previo, y salió hacia la calle, dejándola allí, sumida en el ruido de la máquina de apuestas. Circuló por la avenida y encontró al candidato estacionado en la puerta del club donde ella le dijo que estaría. Se detuvo y caminó hacia el auto con el arma en la diestra. Al llegar, desde el asiento trasero le dispararon tres veces en el pecho. El humo aún recorría el silenciador cuando la mano enguantada del otro lo separó del caño. Media hora después, el sicario entró al bar, buscó a la mujer, se acercó a su mesa y reclamó el fajo de cinco, unos besos y, ya que estaba, una friega.

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publicado por perlateo a las 04:16 · 1 Comentario  ·  Recomendar
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CUESTIÓN DE PRÁCTICA

06 de Septiembre, 2009  ·  Cuestión de práctica


Podría practicar para parecer pura, pensó. Cada casa conserva sus costumbres y cada caso tiene sus cosas. Lucía lucía una mínima y traslúcida bata blanca. Nadie la veía cuando su ceño fruncido era un singular símbolo del sufrimiento, cuando el largo gusano de la tristeza la socavaba subido al pozo de la pena. Dos hombres deseosos se pusieron de pie y desfilaron por el pasillo hacia los goces profundos que prometían tibieza. Luego, los jadeos y el hedor salieron del cuarto donde Lucía lucía sus encantos, donde lamía las salitrosas lágrimas que se lanzaban desde sus ojos al joven rubor de sus mejillas. Podría practicar para parecer pura, había pensado cuando los hombres entraron al antro con la impaciencia impiadosa del desenfreno. El burdel tembló y Lucía coronó su lamento. Afuera, la noche era gris; el silencio, flojo; el aire, rancio. Cuando salió del tugurio, Lucía lucía demacrada, descolorida, derrotada, decrépita, nula, mientras sus tacos batían el rocío azul de los adoquines y el frío estiraba el amanecer. No había hecho más que ochenta y se ganó el furor del mantenido que rumió de rabia: cómo, ella, con esos frutos, con esos cuartos, con esos huecos, no pasaba los cien. Y su demacrado, descolorido, derrotado y decrépito rostro recibió un concierto de golpes como de la ira de un demonio. Atragantada por tanto maltrato, Lucía lució satisfecha cuando el taco aguja salió por última vez del pecho del lumpen. Podría practicar para parecer pura, pensó, y durmió sus pesadillas.

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TRIFECTA

31 de Julio, 2009  ·  Trifecta

    El gordo entró en la oficina, encendió un puro y evitósentarse. Sus ojos repulsivos recorrieron los muebles grasosos, las cortinas sucias y el rayo de sol que se astillaba en las roturas de la ventana; luego, midió el talante del abandonado y resopló de fastidio. El buen pasar le llenaba elcinto y no recelaba el gasto para mantener mansa a su manceba.

El obeso habló y dijo que a su nena la merodeaba un galán de fuste con experiencia de noche, ávido por engatusar señoritas.

El abandonado oyó el pedido como quien acepta un hado sin aura y sin resistencia. Después, se calzó el gabán, cargó la nueve y avanzó por la avenida. Según el obeso, esa noche pararían en el Parisién donde solían beberse los largos tragos del olvido, donde las musas encendían las mechas de la inspiración y de la fiebre, donde los hombres vanos festejaban su languidez. A las nueve, entró al vodevil y cruzó entre los trajes lustrosos hasta la última mesa. Desde allí pudo ver los disimulados escarceos de la manceba frente al farsante y los gestos de escarnio que dispensaba a los susurros del gordo.

Dos horas después, cuando el alcohol sumía la realidad de los parroquianos en el sopor de la incertidumbre, el abandonado avanzó. Le llevó un minuto cruzar el salón, y en tres segundos disparó seis veces. Luego desapareció como un sueño desabrido, fundiéndose a la sombra de la noche.

El local se llenó de gritos, los gritos se colmaron de preguntas, y las preguntas y los gritos alcanzaron un teléfono, un número y la desesperación. Cuando llegaron los hombres de azul, desalojaron el local y trazaron con tiza el frondoso contorno del barrigón.

Al otro día, la manceba traspuso la puerta de la oficina, dejó los quince grandes sobre el escritorio y salió sin saludar. El abandonado juntó los quince con los quince del galán y con los treinta del gordo. Otro año para entrarle al trago, rumiar sencillo y abandonarse. 

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LA VISITA

07 de Julio, 2009  ·  La visita

En 2050 entré a la casa y la presencia de las moscas no podía más que predecir una desgracia. La puerta estaba abierta, pero el residuo de antiguas alegrías se había diluido como el sopor de la sopa lejana que era ahora el recuerdo de un vaho húmedo y musgoso. Sólo había cáscaras olvidadas por la Parca, que siempre recuerda. La que fuera una mano yacía despojada de sus nervios, de sus poros, de sus líneas premonitorias que acaso presagiaran mi presencia, la extinción del viejo y las moscas que sobrevolaban los huesos, tal vez hasta el anillo que jugaba en la falange oscurecido a pura sombra. Las cerdas grises, largas y ralas, vueltas sobre sí, se escurrían sobre las baldosas también grises. Un libro de Anohuil hundía las costillas; recuerdo ese libro que aún no leí. Las moscas no tenían un pretexto salvo el cuchicheo, ningún propósito más que la curiosidad múltiple de sus múltiples ojos. La podredumbre había terminado años atrás, cuando la soledad del anciano empezó a disimularse en una masa quieta, primero esponjosa, brillante después y finalmente cenicienta y seca. Ni rastros de los sueños de aquel hombre ni trazas de sus trazos ni visos de sus vicios; ninguna pista de la dicha de los posteriores gusanos, sólo la presunción de algunas bacterias inertes entre olores muertos. Y las moscas siguieron riendo mientras me iba, ignorando la futilidad del futuro, diluido, sí, pero pronto a ocurrir. Salí de mi casa y volví a 2010.

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Tapa del libro: Mónica Caputo. Ilustraciones interiores de Rubén Pergament

Tapa del libro: Mónica Caputo. Ilustraciones interiores de Rubén Pergament
Al margen
Anotaciones por Alicia Digón y Héctor Faga
Ricardo Rubio roza el rimmel, el rictus de las palabras y se filtra en los intersticios del lenguaje para domar al músculo de esa realidad que se torna otra. Alucinada, fatal, a veces introduce una estética extraña, procaz y provocativa. Ese juego de rarezas cotidianas que da vuelta como un guante a aquella minificción que da la espalda a la fantasía atrevida.
Diríase que estas minificciones recortan al hombre post moderno, urbano, líquido, y ahí, en ese espacio, RR se vuelve insolente, rescata historias del pozo de los infiernos, allí, donde se cocina la verdadera literatura.
RR, insisto, le saca fotocopias (cien) al ombligo de una mujer, mientras su jefe se pierde en la espesura de su cuerpo.
Quien lo acompaña, es decir: quien lo ilustra, también juega al dominó con el diablo, y -como diría Ike Blaisten- sus dibujos, aparentemente inocentes, "tocan el violín en la panza de la luna". (Alicia Digón)

...del amor, la ira, la tristeza, la duda, la lujuria o la ambición, no excluyen la crítica, la ambigüedad y la fantasía. Bajo una apariencia coloquial, Ricardo nos muestra un exquisito manejo del lenguaje. Qué, si no, puede decirse de expresiones tales como “los feroces fusiles aullaban con su tos de chispa y desenfreno”, “mujeres con cuerpo atomatado y cara imprecisa de relojes”, o finalmente, “tajando en dos el pasado como una gacela muda”, preciosas imágenes exteriores a ser recreadas y desmenuzadas en la soledad de nuestro interior... (Héctor Faga)
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