EL AJUSTE
Atravesé
el portón que da a Bermúdez a las diez y media. Era un preso sin prisa que
regresaba de la libertad de la cárcel al brete de la libertad. Me sentía comido
por la reja; veinte años por un crimen ajeno era algo más que un malestar
pasajero. El verdadero culpable andaba tranquilo, y esa tranquilidad me la
debía. Lástima que había prosperado tanto en el escalafón político, cazarlo se
hacía duro. Pero en la historia de los hombres siempre asoma una sombra que
desnuda la debilidad, y esa flaqueza se llamaba Fiona que tenía marido, perro y
una escandalosa lista de compras semanales en Palermo.
La
esperé en la galería un viernes a las tres de la tarde. Cuando entró a las
cocheras, le apoyé el filo en el pescuezo y de checo la hice subir a su cuatro
por cuatro. Luego, conduje hasta Goyena, en Caballito; atravesamos el portón,
la desaté y desactivó la alarma. Con el marido de viaje, se obligaba la visita
de quien me la debía.
Me
armé un corchito y esperé tranquilo recorriendo de reojo a la fulana, menos por
seguridad que por placer. Me pareció de coser y bordar. Ahí nomás le batí
cantina y transó enseguida. Después del recreo, la seguí venteando como para
memorizar sus detalles: la hendidura a lo largo de su columna vertebral, el
bailoteo de sus ojos en los primeros roces, el modo de arquearse en los
últimos…
Estaba
en eso cuando apareció el candidato. Ella abrió la puerta y lo hizo pasar. Al
tipo la sonrisa le duró hasta el borde de la alfombra. No había cambiado mucho,
una que otra cola de rata, alguno que otro gramo aquí o allá, pero nada más;
era una conserva en ocio y palabrerío. Estuvo sosegado hasta reconocerme,
recién ahí empezó a disculparse como si veinte años en gayola hubieran sido
veinte minutos, y ensayó varias sonrisas llenas de dientes con gestos hipócritas,
propios en su actividad.
Cuando
sacó el revólver, le clavé la punta en la muñeca y se dio cuenta de lo que iba
a pasarle. Imploró por sus hijos, por su vieja, por la causa. Precisamente, por
la causa le atravesé el corazón ni bien salió de la alfombra. Más tarde, lo
tiré al Riachuelo para que se sintiera cómodo con su nuevo estado civil y dejé
la cuatro por cuatro en Parque Chacabuco, donde el marido de Fiona me dijo que
la dejara.
POR UNA CABEZA
El
sombrero le daba una sombra asombrosa. Miró en derredor, encendió un cigarro,
controló el tambor con las dos balas frescas y callado cruzó la calle. Lo
habían animado con un cheque de cuatro ceros. Se concentraría en el paradero de
una dama fácil que había levantado vuelo del refugio de un pesado con la ayuda
de un rufián.
Entró
al bar a la hora en que los ebrios empiezan a sufrir con el pan amargo de la
acritud. A cambio de un diez, el gordo Bétiga le sirvió una ginebra generosa y le señaló el sur con el dedo
mustio del aburrimiento. Caminó unas cuadras y, acercándose a la cerca cercana,
oteó la mancebía y oyó los rumores cenagosos del desenfreno.
Del
otro lado del tapial, la ventana de su destino revelaba los encantos pudendos
de la mujer que buscaba. Ahora tenía el resto de la paga al alcance de sus
manos; y esas manos treparon la pared, y el sombrío hombre con sombrero la
cruzó con la idea tibia y el corazón helado.
Cuando
se oyó el estampido, la mujer no supo que el grito de espanto había vuelto a su
boca presionada por los dedos que cruzaran el muro. Minutos después, el hombre
guardó su treinta y ocho corto del cincuenta y dos con una sola bala fresca, y
le ordenó a la fementida fémina que se enfundara. La hembra se encajó en su ropa
costosa, se envolvió en un aroma importado, se pintó los labios torvos como
ceniza, tiznó sus mejillas, enmarcó sus ojos, y juntos salieron esquivando al
punto que se desangraba con un lento hilo de sangre que, como ellos, buscaba la
calle.
PREMIO CONSUELO
Después
del último trago, encendí un cigarrillo. Sólo tenía unas monedas y llevaba tres
días de ayuno.
Ella
se había ido como un pájaro que parte hacia alguna parte, como una gacela ciega
atraída por el agua sucia de los turbios atanores de la noche. Se llevó la
llave y los últimos pesos de la caja. Dejó una zanja en la tristeza y una
soledad grasosa repartida entre los muebles de mi oficina. Ningún caso ese mes,
y el casero me acosaba con la renta.
Ella
tenía un corazón ambidiestro y se había alejado de mis sueños con tos, de mis
escaleras con tacos, de mi pésimo albur. La imaginaba volver con las orillas
untosas de un río de aceite, con los bordes jugosos de una fruta inefable, con
sus filos de azúcar, con el susurro lanoso de sus mentiras. Pero no regresaría;
gozaba entonces del buen trato de un otario que le daba los gustos, le cubría
los gastos y le aguantaba los vicios. Lo cierto es que yo ansiaba sus orillas
nutridas, sus medias de seda, sus eclipses de popa y sus tensos breteles.
Encontré
dos balas viejas para el treinta y ocho que dormía en la funda desde el
noventa. Miré el caño y busqué un motivo para no llevármelo a la boca. Más
tarde, indagué la calle, investigué la finca y confirmé la hembra. Tramé una
vana excusa para perdonar al perro y al otario que celaban los latidos de mis
pasos. No la hallé, y dos estampidos quebraron la noche.
Después
del ajuste, entré a la pieza con un vacío vacilante. Ella vibraba como una
víbora, temblaba como un tiento, gimoteaba como una gata frente al humo blanco
del caño del desenfreno. Me vio, cerró los ojos y abrió las ramas.
Tramé
tomarme el tiempo para su tributo tórrido y tenaz. Su piel de arcilla no tardó
en cubrirme con el abanico negro de los murciélagos, con el sudor cetrino del
veneno de un cangrejo, con el fuego rojo de sus labios de averno. Luego, se fue
otra vez dejándome los muertos y el recuerdo de su espalda.
Ahora,
cuando la busco, aparece de la nada, me mastica lentamente, me devora en
silencio, me liba, me fatiga, paga la renta y se va detrás de sus quimeras como
el viento infinito en el corredor de una flauta. Y yo ya sin balas.