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18 de Marzo, 2012
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La igualdad del olvido |
Y entraron las libélulas para
dar luz al estropicio de bisagras oxidadas, cristales rotos y repisas abatidas.
Como sombras sedientas, los bichos desordenaron la noche con su pandemonio de
intermitencias ardorosas.
Hasta entonces, la bóveda había
permanecido oculta al eco bobo del bullicio y a los aires rancios del
combustible quemado; la oscuridad se había guarecido allí, bajo la negra loseta
del panteón familiar de tres apellidos.
Fue una invasión temible pese
al poder artillado de una guardia cargada de olores diversos, huesos en punta,
bocas siniestras y velas apagadas por un soplido remoto.
Las libélulas sobrevolaron las
abulias de los muertos, sus tercas muecas, últimas y tiesas; giraron en
derredor en el largo y angosto vestíbulo donde la furia escandalosa de lo
extinto celebraba el horror.
En ese refugio del olvido, los
insectos clarearon el estrago, iluminaron la historia, alumbraron el desorden.
Por un instante amarillearon la cripta y opacaron el reverbero azulnegro de una
estirpe que había practicado sometimientos de índole diversa, reclutando
inválidos, sembrando miseria y explotando negritos que ni nombres tenían; un
linaje ahora mustio entre maderas podridas y verdes abrazaderas de bronce. Esas
ánimas no habían merecido ni la piedad del infierno y seguían allí, muriéndose
para siempre.
Las urgentes libélulas, que
deseaban multiplicarse en un cobijo sereno, en un resguardo silencioso, en un
regazo caliente, advirtieron que no era un buen lugar para la vida y sólo
dejaron sus heces. |
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perlateo a las 14:13 · Sin comentarios
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02 de Febrero, 2011
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El ajuste |
Atravesé
el portón que da a Bermúdez a las diez y media. Era un preso sin prisa que
regresaba de la libertad de la cárcel al brete de la libertad. Me sentía comido
por la reja; veinte años por un crimen ajeno era algo más que un malestar
pasajero. El verdadero culpable andaba tranquilo, y esa tranquilidad me la
debía. Lástima que había prosperado tanto en el escalafón político, cazarlo se
hacía duro. Pero en la historia de los hombres siempre asoma una sombra que
desnuda la debilidad, y esa flaqueza se llamaba Fiona que tenía marido, perro y
una escandalosa lista de compras semanales en Palermo.
La
esperé en la galería un viernes a las tres de la tarde. Cuando entró a las
cocheras, le apoyé el filo en el pescuezo y de checo la hice subir a su cuatro
por cuatro. Luego, conduje hasta Goyena, en Caballito; atravesamos el portón,
la desaté y desactivó la alarma. Con el marido de viaje, se obligaba la visita
del que me la debía.
Me
armé un corchito y esperé tranquilo recorriendo de reojo a la fulana, menos por
seguridad que por placer. Me pareció de coser y bordar. Ahí nomás le batí
cantina y transó enseguida. Después del recreo, la seguí venteando como para
memorizar sus detalles: la hendidura a lo largo de su columna vertebral, el
bailoteo de sus ojos en los primeros roces, el modo de arquearse en los
últimos…
Estaba
en eso cuando apareció el candidato. Ella abrió la puerta y lo hizo pasar. Al
tipo la sonrisa le duró hasta el borde de la alfombra. No había cambiado mucho,
una que otra cola de rata, alguno que otro gramo aquí o allá, pero nada más;
era una conserva en ocio y palabrerío. Estuvo sosegado hasta reconocerme,
recién ahí empezó a disculparse como si veinte años en gayola hubieran sido
veinte minutos, y ensayó varias sonrisas llenas de dientes con gestos
hipócritas, propios en su actividad.
Cuando
sacó el revólver, le clavé la punta en la muñeca y se dio cuenta de lo que iba
a pasarle. Imploró por sus hijos, por su vieja, por la causa. Precisamente, por
la causa le atravesé el corazón ni bien salió de la alfombra. Más tarde, lo
tiré al Riachuelo para que se sintiera cómodo con su nuevo estado civil y dejé
la cuatro por cuatro en Parque Chacabuco, donde el marido de Fiona me dijo que
la dejara. |
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perlateo a las 13:57 · 3 Comentarios
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02 de Febrero, 2011
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Por una cabeza |
El
sombrero le daba una sombra asombrosa. Miró en derredor, encendió un cigarro,
controló el tambor con las dos balas frescas y callado cruzó la calle. Lo
habían animado con un cheque de cuatro ceros. Se concentraría en el paradero de
una dama fácil que había levantado vuelo del refugio de un pesado con la ayuda
de un rufián.
Entró
al bar a la hora en que los ebrios empiezan a sufrir con el pan amargo de la
acritud. A cambio de un billete, el gordo Bétiga le sirvió una ginebra generosa y le señaló el sur con el dedo
mustio del aburrimiento. Caminó unas cuadras y, acercándose a la cerca cercana,
oteó la mancebía y oyó los rumores cenagosos del desenfreno.
Del
otro lado del tapial, la ventana de su destino revelaba los encantos pudendos
de la mujer que buscaba. Ahora tenía el resto de la paga al alcance de sus
manos; y esas manos treparon la pared, y el sombrío hombre con sombrero la
cruzó con la idea tibia y el corazón helado.
Cuando se oyó el estampido, la mujer no supo que el
grito de espanto había vuelto a su boca presionada por los dedos que cruzaran
el muro. Minutos después, el hombre guardó su treinta y ocho corto del
cincuenta y dos con una sola bala fresca, y le ordenó a la fementida fémina que
se enfundara. La hembra se encajó en su ropa costosa, se envolvió en un aroma
importado, se pintó los labios torvos como ceniza, tiznó sus mejillas, enmarcó
sus ojos, y juntos salieron esquivando al punto que se desangraba con un lento
hilo de sangre que, como ellos, buscaba la calle.
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perlateo a las 13:45 · Sin comentarios
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14 de Mayo, 2010
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El tordo y el poeta |
Ilustración de Rubén Pergament
Era un bardo sombrío que chapuceaba endechas chillonas;
un vate egoísta, ególatra y aguachento que diluía palabras muertas en ecos que
no las repetían. Una tarde, un terco tordo tartamudeó un trino atávico
sobre su techo. El pálido trovador, poseído por pretendidas, profusas y
pérfidas pasiones, siguió con sus ojos el derrotero que el ave dibujaba en el
espacio, flameando en un periplo de indecible actitud, y creyéndose un dios,
quiso improvisar un poema. Abrió la boca para lanzar al aire una égloga
inmortal como la envidia o una bucólica inolvidable como un salpullido negro o un romance idílico como el almíbar de la rosa más
dulce del jardín más delicado, o un singular soneto sesudo que estrujase las tristes
ideas del mundo o un romance moro que se repitiera en las romerías o una cuarteta romántica con pasión y entrega o una tercina ilustre o, al menos, un madrigal claro y sentencioso. Buscó las mejores palabras de su acerbo, sabiendo que
el ave que ondulaba el aire las escucharía. Con el esfuerzo constipado probó
abordar ideas que engordaran sus palabras con la emoción repentina. Pero no
acudió a él ni la más pobre sílaba; no hubo ningún sonido que se aproximase a
su garganta. Permaneció en silencio largo rato con la boca abierta. Cansado y
aburrido, el tordo dejó caer en ella su mejor opinión. |
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perlateo a las 17:19 · 2 Comentarios
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14 de Mayo, 2010
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El maestro |
Ilustración de Rubén Pergament
Un hado azul azulaba la tarde. A su lado y ladeando
el lodo, el eremita se apoyaba en su cayado, callado lo seguía el lobo con
prudencia y lentitud. El anacoreta miró al licano y en sus ojos vio el reflejo
del poniente encendido. La fiera jadeaba como la máquina impaciente de los
recuerdos, mientras el sol se retiraba por el horizonte bermejo dejando caer su
panzuda bolsa amarilla sobre el final del mundo. El verde se hizo gris; el
marrón, azul; y la sombra creció como el lívido tul de un celentéreo en los
abisales del silencio. Las rosas y las violetas fueron negras, y negras las
pasiones escondidas detrás de los ojos del bruto asesino que asediaba al
caminante solitario. Repasaba al tacto su daga luenga y filuda arrastrando al
odio irrenunciable de los ignorantes.
Los ruidos menguaron y los oídos del resentido se
esforzaron barriendo el menor barrunto. Con pasos lentos, el asceta del bastón
llegaba a su cueva. No imaginaba aún que el verdugo y el cuchillo puntudo lo
esperaban detrás del antiguo nogal para desquitar el entripado que alimenta la
tirria contra el saber. El cenobita traspuso la tela sutil de su conciencia,
cerró los ojos para oír lejos y detuvo al animal. Ambos permanecieron inmóviles
y esperaron, invadidos por la dulce calma de la clausura. La demora envenenó al
verdugo con la bruma viscosa de la urgencia, y la confirmación de la trampa se
hizo luz en ojo interior del penitente. Agobiado por la ansiedad, el bárbaro salió
de su escondrijo, alzó el puñal de la fatalidad más allá de su cabeza, y antes
de atravesar el corazón de la sabiduría, sintió en el rostro el golpe feroz de
la sorpresa. Poco después, el cayado volvió a su trabajo y el lobo se ocupó del
resto.
Cuando el
ermitaño reinició su marcha, el universo continuaba abierto, los astros giraban
en el hondo espacio del espacio y la luna, enorme, parecía cercana, como
siempre. |
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perlateo a las 17:07 · 1 Comentario
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22 de Febrero, 2010
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La fiera y el cazador inexperto |
Ilustración: Rubén Pergament
La fiera se inclina en la margen del río. Bebe, una, dos veces. El cazador también siente sed. Ha cortado numerosas ramas y ha pisoteado pequeñas plantas para llegar a esta orilla. Se inclina sobre el agua y bebe. La fiera se yergue, se eriza, mira el monte y, salvo el cazador, todo lo que ve le es conocido. El hombre se incorpora. No sabe lo que la fiera sabe. Mira en derredor y todo lo que ve le es desconocido, aún el tipo de fiera que es la fiera. El grito acecha y el monte, misteriosamente inmóvil, contiene la respiración para no perder detalle de la muerte que parece prometerse. Atenta, la fiera se crispa, se concentra, mide, se informa. El cazador no recuerda dónde afirmó su fusil, no sabe siquiera si puede moverse. La fiera se alza, crece, se acerca y se le mete por los ojos. El cazador se contrae, se acurruca, se aplasta, se oculta entre las hojas que dejó vivir. La fiera ha llegado hasta su cara, un aliento salvaje golpea el rostro del cazador que no recuerda el tiempo que lleva sin respirar. El monte aguza los sentidos, el agua del río ha dejado su eterno viaje para después. Ahora que la fiera huele al cazador, lo que ya sabía por los ojos se repite en su hocico. No tiene hambre. “No es momento de matar”, se ha dicho a sí misma en el raro idioma de su pensamiento. Será otro día. Vencida su curiosidad, la fiera se vuelve. |
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perlateo a las 15:23 · 7 Comentarios
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22 de Febrero, 2010
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Teoría del caos |
Ilustración de Rubén Pergament
La tribu trinaba de bronca, la bronca trinaba en la tribu, y la tribu y la bronca se unieron y fueron a la guerra con los de al lado. Primero, cargaron un misil en el arcabuz del odio; luego, encendieron la mecha con la llama de la venganza. La saeta cruzó los aires rancios de la soberbia, el tufo sutil de la intemperancia, la ínfula de la infamia, y cruzó por sobre los eucaliptos más altos que los separaban de sus arteros enemigos. Mantuvieron el silencio, y el silencio siguió callado: ninguna detonación, ningún resplandor, ni siquiera un tris que quebrase la placidez de la tarde. La tribu entera bramó de bronca; y el bramido, la bronca y la tribu cargaron nuevamente el arcabuz de la miseria con otro misil ciento diecisiete veces más grande que el primero. Para encender la membruda mecha, hicieron una pira con el fuego de la indiferencia y el bólido partió hacia el otro lado dejando en la aldea varios cuerpos consumidos. El bramido, la bronca y el resto de la tribu cubrieron sus orejas a la espera de la atronadora estridencia del estruendo. Pero nada pasó, y la tribu se llenó de preguntas. Otra vez, cargaron el arcabuz de la desdicha con un misil tres mil trescientas cuarenta y tres veces más poderoso que el primero, y encendieron la mecha de la ignorancia con una fogata que terminó por achicharrarles las chozas, por quemarles las granjas y carbonizarles los sueños. Quizá el rencor o el peso del misil impidió que saliera de la rampa, y estalló en medio de la gente. |
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24 de Enero, 2010
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El orden |
Ilustración de Rubén Pergament
El mañoso y breve Bruno Britos se casó con Chiquita Astolfi un viernes de abril a las siete de la tarde. A pesar de breve, Bruno Britos era un policía de los bravos, y le llenó a “chiquita” la alacena con latas, el ropero con ropa, el patio con plantas y le provocó cuatro hijas que a los doce agarraron la calle para no soltarla jamás. Chiquita Astolfí dejó que las arrugas le llenaran los ojos, y los dolores, el corazón y los huesos. Sus teñidos dejaron de ser prolijos, su cintura ensanchó y sus muslos encogieron. A Bruno Britos le tiraron el retiro en la tarde de un viernes de otoño; la fuerza le obsequió un reloj, una marcha y un diploma. Recordaba ahora el sabor salado de sus lágrimas cuando el jefe le extendió la mano enguantada del adiós. Después, las hijas pasaron los cuarenta, Bruno se hizo aún más breve y empezaron a achicarse sus recuerdos. “Chiquita”, por su parte, primero dejó de caminar, luego de sonreír y finalmente de respirar. La mayor de las hijas se arrojó del tanque de agua cuando en la salita le dieron“el positivo” y la menor se inyectó tres gramos diluidos en dextrosa detrás del tractor del atracadero. Rancias y putiviejas, las dos restantes aguardaban la herencia de la casa y la pensión de Bruno, el breve. Pero el hombre sin memoria, ya no recordaba la muerte. Ellas creyeron que jamás las dejaría, que acaso muriesen primero. Pensaron en arrojarlo desde la terraza, luego, de ahogarlo en la bañera, más tarde, de quemarlo en la cama y cortarlo en pequeños trozos o hervirlo y tirarlo a los perros o congelarlo y trozarlo a martillazos; envenenar su sopa, su leche, su agua, su bastón. ¿Cómo vaciarle el pellejo sin quedar manchadas? La TV les dio la idea: quizá bastase un sobresalto para que el tenso y cansado corazón del viejo reventara. Y esa noche aparecieron los ruidos, las cadenas, los fantasmas, y el hombre sin recuerdos disparó dos veces su jamás olvidada cuarenta y cinco. Una sonrisa fértil acompañó los labios de Bruno, el breve, mientras cavaba en el jardín donde sembró al resto sus hijas. Sin buscarlo, su cabeza y su entorno se pusieron de acuerdo. |
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perlateo a las 02:57 · 4 Comentarios
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31 de Julio, 2009
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Trifecta |
El gordo entró en la oficina, encendió un puro y evitósentarse. Sus ojos repulsivos recorrieron los muebles grasosos, las cortinas sucias y el rayo de sol que se astillaba en las roturas de la ventana; luego, midió el talante del abandonado y resopló de fastidio. El buen pasar le llenaba elcinto y no recelaba el gasto para mantener mansa a su manceba. El obeso habló y dijo que a su nena la merodeaba un galán de fuste con experiencia de noche, ávido por engatusar señoritas. El abandonado oyó el pedido como quien acepta un hado sin aura y sin resistencia. Después, se calzó el gabán, cargó la nueve y avanzó por la avenida. Según el obeso, esa noche pararían en el Parisién donde solían beberse los largos tragos del olvido, donde las musas encendían las mechas de la inspiración y de la fiebre, donde los hombres vanos festejaban su languidez. A las nueve, entró al vodevil y cruzó entre los trajes lustrosos hasta la última mesa. Desde allí pudo ver los disimulados escarceos de la manceba frente al farsante y los gestos de escarnio que dispensaba a los susurros del gordo. Dos horas después, cuando el alcohol sumía la realidad de los parroquianos en el sopor de la incertidumbre, el abandonado avanzó. Le llevó un minuto cruzar el salón, y en tres segundos disparó seis veces. Luego desapareció como un sueño desabrido, fundiéndose a la sombra de la noche. El local se llenó de gritos, los gritos se colmaron de preguntas, y las preguntas y los gritos alcanzaron un teléfono, un número y la desesperación. Cuando llegaron los hombres de azul, desalojaron el local y trazaron con tiza el frondoso contorno del barrigón. Al otro día, la manceba traspuso la puerta de la oficina, dejó los quince grandes sobre el escritorio y salió sin saludar. El abandonado juntó los quince con los quince del galán y con los treinta del gordo. Otro año para entrarle al trago, rumiar sencillo y abandonarse. |
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perlateo a las 00:44 · Sin comentarios
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En imagen |
Tapa del libro: Mónica Caputo. Ilustraciones interiores de Rubén Pergament |
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Al margen |
Anotaciones por Alicia Digón y Héctor Faga |
Ricardo Rubio roza el rimmel, el rictus de las palabras y se filtra en los intersticios del lenguaje para domar al músculo de esa realidad que se torna otra. Alucinada, fatal, a veces introduce una estética extraña, procaz y provocativa. Ese juego de rarezas cotidianas que da vuelta como un guante a aquella minificción que da la espalda a la fantasía atrevida. Diríase que estas minificciones recortan al hombre post moderno, urbano, líquido, y ahí, en ese espacio, RR se vuelve insolente, rescata historias del pozo de los infiernos, allí, donde se cocina la verdadera literatura. RR, insisto, le saca fotocopias (cien) al ombligo de una mujer, mientras su jefe se pierde en la espesura de su cuerpo. Quien lo acompaña, es decir: quien lo ilustra, también juega al dominó con el diablo, y -como diría Ike Blaisten- sus dibujos, aparentemente inocentes, "tocan el violín en la panza de la luna". (Alicia Digón)
...del amor, la ira, la tristeza, la duda, la lujuria o la ambición, no excluyen la crítica, la ambigüedad y la fantasía. Bajo una apariencia coloquial, Ricardo nos muestra un exquisito manejo del lenguaje. Qué, si no, puede decirse de expresiones tales como “los feroces fusiles aullaban con su tos de chispa y desenfreno”, “mujeres con cuerpo atomatado y cara imprecisa de relojes”, o finalmente, “tajando en dos el pasado como una gacela muda”, preciosas imágenes exteriores a ser recreadas y desmenuzadas en la soledad de nuestro interior... (Héctor Faga) |
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