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14 de Mayo, 2010
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El maestro |
Ilustración de Rubén Pergament
Un hado azul azulaba la tarde. A su lado y ladeando
el lodo, el eremita se apoyaba en su cayado, callado lo seguía el lobo con
prudencia y lentitud. El anacoreta miró al licano y en sus ojos vio el reflejo
del poniente encendido. La fiera jadeaba como la máquina impaciente de los
recuerdos, mientras el sol se retiraba por el horizonte bermejo dejando caer su
panzuda bolsa amarilla sobre el final del mundo. El verde se hizo gris; el
marrón, azul; y la sombra creció como el lívido tul de un celentéreo en los
abisales del silencio. Las rosas y las violetas fueron negras, y negras las
pasiones escondidas detrás de los ojos del bruto asesino que asediaba al
caminante solitario. Repasaba al tacto su daga luenga y filuda arrastrando al
odio irrenunciable de los ignorantes.
Los ruidos menguaron y los oídos del resentido se
esforzaron barriendo el menor barrunto. Con pasos lentos, el asceta del bastón
llegaba a su cueva. No imaginaba aún que el verdugo y el cuchillo puntudo lo
esperaban detrás del antiguo nogal para desquitar el entripado que alimenta la
tirria contra el saber. El cenobita traspuso la tela sutil de su conciencia,
cerró los ojos para oír lejos y detuvo al animal. Ambos permanecieron inmóviles
y esperaron, invadidos por la dulce calma de la clausura. La demora envenenó al
verdugo con la bruma viscosa de la urgencia, y la confirmación de la trampa se
hizo luz en ojo interior del penitente. Agobiado por la ansiedad, el bárbaro salió
de su escondrijo, alzó el puñal de la fatalidad más allá de su cabeza, y antes
de atravesar el corazón de la sabiduría, sintió en el rostro el golpe feroz de
la sorpresa. Poco después, el cayado volvió a su trabajo y el lobo se ocupó del
resto.
Cuando el
ermitaño reinició su marcha, el universo continuaba abierto, los astros giraban
en el hondo espacio del espacio y la luna, enorme, parecía cercana, como
siempre. |
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perlateo a las 17:07 · 1 Comentario
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06 de Septiembre, 2009
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Cuestión de práctica |
Podría practicar para parecer pura, pensó. Cada casa conserva sus costumbres y cada caso tiene sus cosas. Lucía lucía una mínima y traslúcida bata blanca. Nadie la veía cuando su ceño fruncido era un singular símbolo del sufrimiento, cuando el largo gusano de la tristeza la socavaba subido al pozo de la pena. Dos hombres deseosos se pusieron de pie y desfilaron por el pasillo hacia los goces profundos que prometían tibieza. Luego, los jadeos y el hedor salieron del cuarto donde Lucía lucía sus encantos, donde lamía las salitrosas lágrimas que se lanzaban desde sus ojos al joven rubor de sus mejillas. Podría practicar para parecer pura, había pensado cuando los hombres entraron al antro con la impaciencia impiadosa del desenfreno. El burdel tembló y Lucía coronó su lamento. Afuera, la noche era gris; el silencio, flojo; el aire, rancio. Cuando salió del tugurio, Lucía lucía demacrada, descolorida, derrotada, decrépita, nula, mientras sus tacos batían el rocío azul de los adoquines y el frío estiraba el amanecer. No había hecho más que ochenta y se ganó el furor del mantenido que rumió de rabia: cómo, ella, con esos frutos, con esos cuartos, con esos huecos, no pasaba los cien. Y su demacrado, descolorido, derrotado y decrépito rostro recibió un concierto de golpes como de la ira de un demonio. Atragantada por tanto maltrato, Lucía lució satisfecha cuando el taco aguja salió por última vez del pecho del lumpen. Podría practicar para parecer pura, pensó, y durmió sus pesadillas.
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perlateo a las 04:08 · 1 Comentario
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06 de Septiembre, 2009
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Revancha |
La dejó sola frente al juez de paz y se fue con otra que por otra abandonó al poco tiempo. Eso recordaba ahora con el tierno pensamiento de un niño asomado a la distancia. Miró a la loca del bar y pidió una botella. Desde entonces, el ocio del negocio lo consumía y el alcohol le agotaba las monedas, la garganta y le arrobaba del rostro. Un albur alborotado lo sumía en el fárrago atroz de una existencia llena de vacío y destiempo. Estaba recordándola cuando ella entró al local con una blusa ingenua y una pollera a dos aguas. Se miraron como en los viejos tiempos. Él sintió que lo buscaba; ella, que lo había encontrado. La mujer se detuvo sumisa ante su mesa y comparó el recuerdo con lo que estaba viendo. Ella sabía que él seguía en el oficio; se sentó, abrió la cartera y le mostró la foto de un fulano y un fajo de cinco que no ocultó hasta terminar con los detalles. Mirándola, recordó la ingeniosa ingeniería de aquel cuerpo abierto a su última sonrisa, ahora mudo para él. Ella miró su reloj y ajena le dijo: “ahora”. Él consintió, se incorporó, se acomodó el treinta y dos todavía caliente de un asunto previo, y salió hacia la calle, dejándola allí, sumida en el ruido de la máquina de apuestas. Circuló por la avenida y encontró al candidato estacionado en la puerta del club donde ella le dijo que estaría. Se detuvo y caminó hacia el auto con el arma en la diestra. Al llegar, desde el asiento trasero le dispararon tres veces en el pecho. El humo aún recorría el silenciador cuando la mano enguantada del otro lo separó del caño. Media hora después, el sicario entró al bar, buscó a la mujer, se acercó a su mesa y reclamó el fajo de cinco, unos besos y, ya que estaba, una friega.
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perlateo a las 04:16 · 1 Comentario
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En imagen |
Tapa del libro: Mónica Caputo. Ilustraciones interiores de Rubén Pergament |
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Al margen |
Anotaciones por Alicia Digón y Héctor Faga |
Ricardo Rubio roza el rimmel, el rictus de las palabras y se filtra en los intersticios del lenguaje para domar al músculo de esa realidad que se torna otra. Alucinada, fatal, a veces introduce una estética extraña, procaz y provocativa. Ese juego de rarezas cotidianas que da vuelta como un guante a aquella minificción que da la espalda a la fantasía atrevida. Diríase que estas minificciones recortan al hombre post moderno, urbano, líquido, y ahí, en ese espacio, RR se vuelve insolente, rescata historias del pozo de los infiernos, allí, donde se cocina la verdadera literatura. RR, insisto, le saca fotocopias (cien) al ombligo de una mujer, mientras su jefe se pierde en la espesura de su cuerpo. Quien lo acompaña, es decir: quien lo ilustra, también juega al dominó con el diablo, y -como diría Ike Blaisten- sus dibujos, aparentemente inocentes, "tocan el violín en la panza de la luna". (Alicia Digón)
...del amor, la ira, la tristeza, la duda, la lujuria o la ambición, no excluyen la crítica, la ambigüedad y la fantasía. Bajo una apariencia coloquial, Ricardo nos muestra un exquisito manejo del lenguaje. Qué, si no, puede decirse de expresiones tales como “los feroces fusiles aullaban con su tos de chispa y desenfreno”, “mujeres con cuerpo atomatado y cara imprecisa de relojes”, o finalmente, “tajando en dos el pasado como una gacela muda”, preciosas imágenes exteriores a ser recreadas y desmenuzadas en la soledad de nuestro interior... (Héctor Faga) |
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