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Minicuentos grises de Ricardo Rubio
Aliteraciones, sonsonetes, paronomasias y otros juegos con la lengua. Ricardo Rubio es Poeta y narrador. Ha publicado también ensayo y teatro. Se han estrenado trece de sus obras teatrales.
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3 POLICIALES NEGROS

14 de Septiembre, 2013  ·  Atún desmenuzado

EL AJUSTE

 Atravesé el portón que da a Bermúdez a las diez y media. Era un preso sin prisa que regresaba de la libertad de la cárcel al brete de la libertad. Me sentía comido por la reja; veinte años por un crimen ajeno era algo más que un malestar pasajero. El verdadero culpable andaba tranquilo, y esa tranquilidad me la debía. Lástima que había prosperado tanto en el escalafón político, cazarlo se hacía duro. Pero en la historia de los hombres siempre asoma una sombra que desnuda la debilidad, y esa flaqueza se llamaba Fiona que tenía marido, perro y una escandalosa lista de compras semanales en Palermo.

La esperé en la galería un viernes a las tres de la tarde. Cuando entró a las cocheras, le apoyé el filo en el pescuezo y de checo la hice subir a su cuatro por cuatro. Luego, conduje hasta Goyena, en Caballito; atravesamos el portón, la desaté y desactivó la alarma. Con el marido de viaje, se obligaba la visita de quien me la debía.

Me armé un corchito y esperé tranquilo recorriendo de reojo a la fulana, menos por seguridad que por placer. Me pareció de coser y bordar. Ahí nomás le batí cantina y transó enseguida. Después del recreo, la seguí venteando como para memorizar sus detalles: la hendidura a lo largo de su columna vertebral, el bailoteo de sus ojos en los primeros roces, el modo de arquearse en los últimos…

Estaba en eso cuando apareció el candidato. Ella abrió la puerta y lo hizo pasar. Al tipo la sonrisa le duró hasta el borde de la alfombra. No había cambiado mucho, una que otra cola de rata, alguno que otro gramo aquí o allá, pero nada más; era una conserva en ocio y palabrerío. Estuvo sosegado hasta reconocerme, recién ahí empezó a disculparse como si veinte años en gayola hubieran sido veinte minutos, y ensayó varias sonrisas llenas de dientes con gestos hipócritas, propios en su actividad.

Cuando sacó el revólver, le clavé la punta en la muñeca y se dio cuenta de lo que iba a pasarle. Imploró por sus hijos, por su vieja, por la causa. Precisamente, por la causa le atravesé el corazón ni bien salió de la alfombra. Más tarde, lo tiré al Riachuelo para que se sintiera cómodo con su nuevo estado civil y dejé la cuatro por cuatro en Parque Chacabuco, donde el marido de Fiona me dijo que la dejara. 

 

POR UNA CABEZA

 El sombrero le daba una sombra asombrosa. Miró en derredor, encendió un cigarro, controló el tambor con las dos balas frescas y callado cruzó la calle. Lo habían animado con un cheque de cuatro ceros. Se concentraría en el paradero de una dama fácil que había levantado vuelo del refugio de un pesado con la ayuda de un rufián.

Entró al bar a la hora en que los ebrios empiezan a sufrir con el pan amargo de la acritud. A cambio de un diez, el gordo Bétiga le sirvió una ginebra  generosa y le señaló el sur con el dedo mustio del aburrimiento. Caminó unas cuadras y, acercándose a la cerca cercana, oteó la mancebía y oyó los rumores cenagosos del desenfreno.

Del otro lado del tapial, la ventana de su destino revelaba los encantos pudendos de la mujer que buscaba. Ahora tenía el resto de la paga al alcance de sus manos; y esas manos treparon la pared, y el sombrío hombre con sombrero la cruzó con la idea tibia y el corazón helado.

Cuando se oyó el estampido, la mujer no supo que el grito de espanto había vuelto a su boca presionada por los dedos que cruzaran el muro. Minutos después, el hombre guardó su treinta y ocho corto del cincuenta y dos con una sola bala fresca, y le ordenó a la fementida fémina que se enfundara. La hembra se encajó en su ropa costosa, se envolvió en un aroma importado, se pintó los labios torvos como ceniza, tiznó sus mejillas, enmarcó sus ojos, y juntos salieron esquivando al punto que se desangraba con un lento hilo de sangre que, como ellos, buscaba la calle.

 

PREMIO CONSUELO

Después del último trago, encendí un cigarrillo. Sólo tenía unas monedas y llevaba tres días de ayuno.

Ella se había ido como un pájaro que parte hacia alguna parte, como una gacela ciega atraída por el agua sucia de los turbios atanores de la noche. Se llevó la llave y los últimos pesos de la caja. Dejó una zanja en la tristeza y una soledad grasosa repartida entre los muebles de mi oficina. Ningún caso ese mes, y el casero me acosaba con la renta.

Ella tenía un corazón ambidiestro y se había alejado de mis sueños con tos, de mis escaleras con tacos, de mi pésimo albur. La imaginaba volver con las orillas untosas de un río de aceite, con los bordes jugosos de una fruta inefable, con sus filos de azúcar, con el susurro lanoso de sus mentiras. Pero no regresaría; gozaba entonces del buen trato de un otario que le daba los gustos, le cubría los gastos y le aguantaba los vicios. Lo cierto es que yo ansiaba sus orillas nutridas, sus medias de seda, sus eclipses de popa y sus tensos breteles.

Encontré dos balas viejas para el treinta y ocho que dormía en la funda desde el noventa. Miré el caño y busqué un motivo para no llevármelo a la boca. Más tarde, indagué la calle, investigué la finca y confirmé la hembra. Tramé una vana excusa para perdonar al perro y al otario que celaban los latidos de mis pasos. No la hallé, y dos estampidos quebraron la noche.

Después del ajuste, entré a la pieza con un vacío vacilante. Ella vibraba como una víbora, temblaba como un tiento, gimoteaba como una gata frente al humo blanco del caño del desenfreno. Me vio, cerró los ojos y abrió las ramas.

Tramé tomarme el tiempo para su tributo tórrido y tenaz. Su piel de arcilla no tardó en cubrirme con el abanico negro de los murciélagos, con el sudor cetrino del veneno de un cangrejo, con el fuego rojo de sus labios de averno. Luego, se fue otra vez dejándome los muertos y el recuerdo de su espalda.

Ahora, cuando la busco, aparece de la nada, me mastica lentamente, me devora en silencio, me liba, me fatiga, paga la renta y se va detrás de sus quimeras como el viento infinito en el corredor de una flauta. Y yo ya sin balas.

 

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LA IGUALDAD DEL OLVIDO

18 de Marzo, 2012  ·  La igualdad del olvido

Y entraron las libélulas para dar luz al estropicio de bisagras oxidadas, cristales rotos y repisas abatidas. Como sombras sedientas, los bichos desordenaron la noche con su pandemonio de intermitencias ardorosas.

Hasta entonces, la bóveda había permanecido oculta al eco bobo del bullicio y a los aires rancios del combustible quemado; la oscuridad se había guarecido allí, bajo la negra loseta del panteón familiar de tres apellidos.

Fue una invasión temible pese al poder artillado de una guardia cargada de olores diversos, huesos en punta, bocas siniestras y velas apagadas por un soplido remoto.

Las libélulas sobrevolaron las abulias de los muertos, sus tercas muecas, últimas y tiesas; giraron en derredor en el largo y angosto vestíbulo donde la furia escandalosa de lo extinto celebraba el horror.

En ese refugio del olvido, los insectos clarearon el estrago, iluminaron la historia, alumbraron el desorden. Por un instante amarillearon la cripta y opacaron el reverbero azulnegro de una estirpe que había practicado sometimientos de índole diversa, reclutando inválidos, sembrando miseria y explotando negritos que ni nombres tenían; un linaje ahora mustio entre maderas podridas y verdes abrazaderas de bronce. Esas ánimas no habían merecido ni la piedad del infierno y seguían allí, muriéndose para siempre.

Las urgentes libélulas, que deseaban multiplicarse en un cobijo sereno, en un resguardo silencioso, en un regazo caliente, advirtieron que no era un buen lugar para la vida y sólo dejaron sus heces. 

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Ricardo Rubio (textos) y Rubén Pergament (dibujos)

11 de Junio, 2011  ·  El libro

Presentación del libro "Minicuentos grises", de Ricardo Rubio,
con dibujos de Rubén Pergament.
Arte de tapa de Mónica Caputo.
Biblioteca Nacional, 3 de diciembre de 2009.

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EL ORDEN

24 de Enero, 2010  ·  El orden

Ilustración de Rubén Pergament

El mañoso y breve Bruno Britos se casó con Chiquita Astolfi un viernes de abril a las siete de la tarde. A pesar de breve, Bruno Britos era un policía de los bravos, y le llenó a “chiquita” la alacena con latas, el ropero con ropa, el patio con plantas y le provocó cuatro hijas que a los doce agarraron la calle para no soltarla jamás. Chiquita Astolfí dejó que las arrugas le llenaran los ojos, y los dolores, el corazón y los huesos. Sus teñidos dejaron de ser prolijos, su cintura ensanchó y sus muslos encogieron. A Bruno Britos le tiraron el retiro en la tarde de un viernes de otoño; la fuerza le obsequió un reloj, una marcha y un diploma. Recordaba ahora el sabor salado de sus lágrimas cuando el jefe le extendió la mano enguantada del adiós. Después, las hijas pasaron los cuarenta, Bruno se hizo aún más breve y empezaron a achicarse sus recuerdos. “Chiquita”, por su parte, primero dejó de caminar, luego de sonreír y finalmente de respirar. La mayor de las hijas se arrojó del tanque de agua cuando en la salita le dieron“el positivo” y la menor se inyectó tres gramos diluidos en dextrosa detrás del tractor del atracadero. Rancias y putiviejas, las dos restantes aguardaban la herencia de la casa y la pensión de Bruno, el breve. Pero el hombre sin memoria, ya no recordaba la muerte. Ellas creyeron que jamás las dejaría, que acaso muriesen primero. Pensaron en arrojarlo desde la terraza, luego, de ahogarlo en la bañera, más tarde, de quemarlo en la cama y cortarlo en pequeños trozos o hervirlo y tirarlo a los perros o congelarlo y trozarlo a martillazos; envenenar su sopa, su leche, su agua, su bastón. ¿Cómo vaciarle el pellejo sin quedar manchadas? La TV les dio la idea: quizá bastase un sobresalto para que el tenso y cansado corazón del viejo reventara. Y esa noche aparecieron los ruidos, las cadenas, los fantasmas, y el hombre sin recuerdos disparó dos veces su jamás olvidada cuarenta y cinco. Una sonrisa fértil acompañó los labios de Bruno, el breve, mientras cavaba en el jardín donde sembró al resto sus hijas. Sin buscarlo, su cabeza y su entorno se pusieron de acuerdo.  

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Tapa y contratapa del libro

08 de Noviembre, 2009  ·  El libro





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Tapa del libro: Mónica Caputo. Ilustraciones interiores de Rubén Pergament

Tapa del libro: Mónica Caputo. Ilustraciones interiores de Rubén Pergament
Al margen
Anotaciones por Alicia Digón y Héctor Faga
Ricardo Rubio roza el rimmel, el rictus de las palabras y se filtra en los intersticios del lenguaje para domar al músculo de esa realidad que se torna otra. Alucinada, fatal, a veces introduce una estética extraña, procaz y provocativa. Ese juego de rarezas cotidianas que da vuelta como un guante a aquella minificción que da la espalda a la fantasía atrevida.
Diríase que estas minificciones recortan al hombre post moderno, urbano, líquido, y ahí, en ese espacio, RR se vuelve insolente, rescata historias del pozo de los infiernos, allí, donde se cocina la verdadera literatura.
RR, insisto, le saca fotocopias (cien) al ombligo de una mujer, mientras su jefe se pierde en la espesura de su cuerpo.
Quien lo acompaña, es decir: quien lo ilustra, también juega al dominó con el diablo, y -como diría Ike Blaisten- sus dibujos, aparentemente inocentes, "tocan el violín en la panza de la luna". (Alicia Digón)

...del amor, la ira, la tristeza, la duda, la lujuria o la ambición, no excluyen la crítica, la ambigüedad y la fantasía. Bajo una apariencia coloquial, Ricardo nos muestra un exquisito manejo del lenguaje. Qué, si no, puede decirse de expresiones tales como “los feroces fusiles aullaban con su tos de chispa y desenfreno”, “mujeres con cuerpo atomatado y cara imprecisa de relojes”, o finalmente, “tajando en dos el pasado como una gacela muda”, preciosas imágenes exteriores a ser recreadas y desmenuzadas en la soledad de nuestro interior... (Héctor Faga)
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