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02 de Febrero, 2011
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El ajuste |
Atravesé
el portón que da a Bermúdez a las diez y media. Era un preso sin prisa que
regresaba de la libertad de la cárcel al brete de la libertad. Me sentía comido
por la reja; veinte años por un crimen ajeno era algo más que un malestar
pasajero. El verdadero culpable andaba tranquilo, y esa tranquilidad me la
debía. Lástima que había prosperado tanto en el escalafón político, cazarlo se
hacía duro. Pero en la historia de los hombres siempre asoma una sombra que
desnuda la debilidad, y esa flaqueza se llamaba Fiona que tenía marido, perro y
una escandalosa lista de compras semanales en Palermo.
La
esperé en la galería un viernes a las tres de la tarde. Cuando entró a las
cocheras, le apoyé el filo en el pescuezo y de checo la hice subir a su cuatro
por cuatro. Luego, conduje hasta Goyena, en Caballito; atravesamos el portón,
la desaté y desactivó la alarma. Con el marido de viaje, se obligaba la visita
del que me la debía.
Me
armé un corchito y esperé tranquilo recorriendo de reojo a la fulana, menos por
seguridad que por placer. Me pareció de coser y bordar. Ahí nomás le batí
cantina y transó enseguida. Después del recreo, la seguí venteando como para
memorizar sus detalles: la hendidura a lo largo de su columna vertebral, el
bailoteo de sus ojos en los primeros roces, el modo de arquearse en los
últimos…
Estaba
en eso cuando apareció el candidato. Ella abrió la puerta y lo hizo pasar. Al
tipo la sonrisa le duró hasta el borde de la alfombra. No había cambiado mucho,
una que otra cola de rata, alguno que otro gramo aquí o allá, pero nada más;
era una conserva en ocio y palabrerío. Estuvo sosegado hasta reconocerme,
recién ahí empezó a disculparse como si veinte años en gayola hubieran sido
veinte minutos, y ensayó varias sonrisas llenas de dientes con gestos
hipócritas, propios en su actividad.
Cuando
sacó el revólver, le clavé la punta en la muñeca y se dio cuenta de lo que iba
a pasarle. Imploró por sus hijos, por su vieja, por la causa. Precisamente, por
la causa le atravesé el corazón ni bien salió de la alfombra. Más tarde, lo
tiré al Riachuelo para que se sintiera cómodo con su nuevo estado civil y dejé
la cuatro por cuatro en Parque Chacabuco, donde el marido de Fiona me dijo que
la dejara. |
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perlateo a las 13:57 · 3 Comentarios
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14 de Mayo, 2010
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El tordo y el poeta |
Ilustración de Rubén Pergament
Era un bardo sombrío que chapuceaba endechas chillonas;
un vate egoísta, ególatra y aguachento que diluía palabras muertas en ecos que
no las repetían. Una tarde, un terco tordo tartamudeó un trino atávico
sobre su techo. El pálido trovador, poseído por pretendidas, profusas y
pérfidas pasiones, siguió con sus ojos el derrotero que el ave dibujaba en el
espacio, flameando en un periplo de indecible actitud, y creyéndose un dios,
quiso improvisar un poema. Abrió la boca para lanzar al aire una égloga
inmortal como la envidia o una bucólica inolvidable como un salpullido negro o un romance idílico como el almíbar de la rosa más
dulce del jardín más delicado, o un singular soneto sesudo que estrujase las tristes
ideas del mundo o un romance moro que se repitiera en las romerías o una cuarteta romántica con pasión y entrega o una tercina ilustre o, al menos, un madrigal claro y sentencioso. Buscó las mejores palabras de su acerbo, sabiendo que
el ave que ondulaba el aire las escucharía. Con el esfuerzo constipado probó
abordar ideas que engordaran sus palabras con la emoción repentina. Pero no
acudió a él ni la más pobre sílaba; no hubo ningún sonido que se aproximase a
su garganta. Permaneció en silencio largo rato con la boca abierta. Cansado y
aburrido, el tordo dejó caer en ella su mejor opinión. |
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perlateo a las 17:19 · 2 Comentarios
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14 de Mayo, 2010
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El maestro |
Ilustración de Rubén Pergament
Un hado azul azulaba la tarde. A su lado y ladeando
el lodo, el eremita se apoyaba en su cayado, callado lo seguía el lobo con
prudencia y lentitud. El anacoreta miró al licano y en sus ojos vio el reflejo
del poniente encendido. La fiera jadeaba como la máquina impaciente de los
recuerdos, mientras el sol se retiraba por el horizonte bermejo dejando caer su
panzuda bolsa amarilla sobre el final del mundo. El verde se hizo gris; el
marrón, azul; y la sombra creció como el lívido tul de un celentéreo en los
abisales del silencio. Las rosas y las violetas fueron negras, y negras las
pasiones escondidas detrás de los ojos del bruto asesino que asediaba al
caminante solitario. Repasaba al tacto su daga luenga y filuda arrastrando al
odio irrenunciable de los ignorantes.
Los ruidos menguaron y los oídos del resentido se
esforzaron barriendo el menor barrunto. Con pasos lentos, el asceta del bastón
llegaba a su cueva. No imaginaba aún que el verdugo y el cuchillo puntudo lo
esperaban detrás del antiguo nogal para desquitar el entripado que alimenta la
tirria contra el saber. El cenobita traspuso la tela sutil de su conciencia,
cerró los ojos para oír lejos y detuvo al animal. Ambos permanecieron inmóviles
y esperaron, invadidos por la dulce calma de la clausura. La demora envenenó al
verdugo con la bruma viscosa de la urgencia, y la confirmación de la trampa se
hizo luz en ojo interior del penitente. Agobiado por la ansiedad, el bárbaro salió
de su escondrijo, alzó el puñal de la fatalidad más allá de su cabeza, y antes
de atravesar el corazón de la sabiduría, sintió en el rostro el golpe feroz de
la sorpresa. Poco después, el cayado volvió a su trabajo y el lobo se ocupó del
resto.
Cuando el
ermitaño reinició su marcha, el universo continuaba abierto, los astros giraban
en el hondo espacio del espacio y la luna, enorme, parecía cercana, como
siempre. |
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perlateo a las 17:07 · 1 Comentario
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En imagen |
Tapa del libro: Mónica Caputo. Ilustraciones interiores de Rubén Pergament |
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Al margen |
Anotaciones por Alicia Digón y Héctor Faga |
Ricardo Rubio roza el rimmel, el rictus de las palabras y se filtra en los intersticios del lenguaje para domar al músculo de esa realidad que se torna otra. Alucinada, fatal, a veces introduce una estética extraña, procaz y provocativa. Ese juego de rarezas cotidianas que da vuelta como un guante a aquella minificción que da la espalda a la fantasía atrevida. Diríase que estas minificciones recortan al hombre post moderno, urbano, líquido, y ahí, en ese espacio, RR se vuelve insolente, rescata historias del pozo de los infiernos, allí, donde se cocina la verdadera literatura. RR, insisto, le saca fotocopias (cien) al ombligo de una mujer, mientras su jefe se pierde en la espesura de su cuerpo. Quien lo acompaña, es decir: quien lo ilustra, también juega al dominó con el diablo, y -como diría Ike Blaisten- sus dibujos, aparentemente inocentes, "tocan el violín en la panza de la luna". (Alicia Digón)
...del amor, la ira, la tristeza, la duda, la lujuria o la ambición, no excluyen la crítica, la ambigüedad y la fantasía. Bajo una apariencia coloquial, Ricardo nos muestra un exquisito manejo del lenguaje. Qué, si no, puede decirse de expresiones tales como “los feroces fusiles aullaban con su tos de chispa y desenfreno”, “mujeres con cuerpo atomatado y cara imprecisa de relojes”, o finalmente, “tajando en dos el pasado como una gacela muda”, preciosas imágenes exteriores a ser recreadas y desmenuzadas en la soledad de nuestro interior... (Héctor Faga) |
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