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14 de Septiembre, 2013
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Atún desmenuzado |
EL AJUSTE
Atravesé
el portón que da a Bermúdez a las diez y media. Era un preso sin prisa que
regresaba de la libertad de la cárcel al brete de la libertad. Me sentía comido
por la reja; veinte años por un crimen ajeno era algo más que un malestar
pasajero. El verdadero culpable andaba tranquilo, y esa tranquilidad me la
debía. Lástima que había prosperado tanto en el escalafón político, cazarlo se
hacía duro. Pero en la historia de los hombres siempre asoma una sombra que
desnuda la debilidad, y esa flaqueza se llamaba Fiona que tenía marido, perro y
una escandalosa lista de compras semanales en Palermo.
La
esperé en la galería un viernes a las tres de la tarde. Cuando entró a las
cocheras, le apoyé el filo en el pescuezo y de checo la hice subir a su cuatro
por cuatro. Luego, conduje hasta Goyena, en Caballito; atravesamos el portón,
la desaté y desactivó la alarma. Con el marido de viaje, se obligaba la visita
de quien me la debía.
Me
armé un corchito y esperé tranquilo recorriendo de reojo a la fulana, menos por
seguridad que por placer. Me pareció de coser y bordar. Ahí nomás le batí
cantina y transó enseguida. Después del recreo, la seguí venteando como para
memorizar sus detalles: la hendidura a lo largo de su columna vertebral, el
bailoteo de sus ojos en los primeros roces, el modo de arquearse en los
últimos…
Estaba
en eso cuando apareció el candidato. Ella abrió la puerta y lo hizo pasar. Al
tipo la sonrisa le duró hasta el borde de la alfombra. No había cambiado mucho,
una que otra cola de rata, alguno que otro gramo aquí o allá, pero nada más;
era una conserva en ocio y palabrerío. Estuvo sosegado hasta reconocerme,
recién ahí empezó a disculparse como si veinte años en gayola hubieran sido
veinte minutos, y ensayó varias sonrisas llenas de dientes con gestos hipócritas,
propios en su actividad.
Cuando
sacó el revólver, le clavé la punta en la muñeca y se dio cuenta de lo que iba
a pasarle. Imploró por sus hijos, por su vieja, por la causa. Precisamente, por
la causa le atravesé el corazón ni bien salió de la alfombra. Más tarde, lo
tiré al Riachuelo para que se sintiera cómodo con su nuevo estado civil y dejé
la cuatro por cuatro en Parque Chacabuco, donde el marido de Fiona me dijo que
la dejara.
POR UNA CABEZA
El
sombrero le daba una sombra asombrosa. Miró en derredor, encendió un cigarro,
controló el tambor con las dos balas frescas y callado cruzó la calle. Lo
habían animado con un cheque de cuatro ceros. Se concentraría en el paradero de
una dama fácil que había levantado vuelo del refugio de un pesado con la ayuda
de un rufián.
Entró
al bar a la hora en que los ebrios empiezan a sufrir con el pan amargo de la
acritud. A cambio de un diez, el gordo Bétiga le sirvió una ginebra generosa y le señaló el sur con el dedo
mustio del aburrimiento. Caminó unas cuadras y, acercándose a la cerca cercana,
oteó la mancebía y oyó los rumores cenagosos del desenfreno.
Del
otro lado del tapial, la ventana de su destino revelaba los encantos pudendos
de la mujer que buscaba. Ahora tenía el resto de la paga al alcance de sus
manos; y esas manos treparon la pared, y el sombrío hombre con sombrero la
cruzó con la idea tibia y el corazón helado.
Cuando
se oyó el estampido, la mujer no supo que el grito de espanto había vuelto a su
boca presionada por los dedos que cruzaran el muro. Minutos después, el hombre
guardó su treinta y ocho corto del cincuenta y dos con una sola bala fresca, y
le ordenó a la fementida fémina que se enfundara. La hembra se encajó en su ropa
costosa, se envolvió en un aroma importado, se pintó los labios torvos como
ceniza, tiznó sus mejillas, enmarcó sus ojos, y juntos salieron esquivando al
punto que se desangraba con un lento hilo de sangre que, como ellos, buscaba la
calle.
PREMIO CONSUELO
Después
del último trago, encendí un cigarrillo. Sólo tenía unas monedas y llevaba tres
días de ayuno.
Ella
se había ido como un pájaro que parte hacia alguna parte, como una gacela ciega
atraída por el agua sucia de los turbios atanores de la noche. Se llevó la
llave y los últimos pesos de la caja. Dejó una zanja en la tristeza y una
soledad grasosa repartida entre los muebles de mi oficina. Ningún caso ese mes,
y el casero me acosaba con la renta.
Ella
tenía un corazón ambidiestro y se había alejado de mis sueños con tos, de mis
escaleras con tacos, de mi pésimo albur. La imaginaba volver con las orillas
untosas de un río de aceite, con los bordes jugosos de una fruta inefable, con
sus filos de azúcar, con el susurro lanoso de sus mentiras. Pero no regresaría;
gozaba entonces del buen trato de un otario que le daba los gustos, le cubría
los gastos y le aguantaba los vicios. Lo cierto es que yo ansiaba sus orillas
nutridas, sus medias de seda, sus eclipses de popa y sus tensos breteles.
Encontré
dos balas viejas para el treinta y ocho que dormía en la funda desde el
noventa. Miré el caño y busqué un motivo para no llevármelo a la boca. Más
tarde, indagué la calle, investigué la finca y confirmé la hembra. Tramé una
vana excusa para perdonar al perro y al otario que celaban los latidos de mis
pasos. No la hallé, y dos estampidos quebraron la noche.
Después
del ajuste, entré a la pieza con un vacío vacilante. Ella vibraba como una
víbora, temblaba como un tiento, gimoteaba como una gata frente al humo blanco
del caño del desenfreno. Me vio, cerró los ojos y abrió las ramas.
Tramé
tomarme el tiempo para su tributo tórrido y tenaz. Su piel de arcilla no tardó
en cubrirme con el abanico negro de los murciélagos, con el sudor cetrino del
veneno de un cangrejo, con el fuego rojo de sus labios de averno. Luego, se fue
otra vez dejándome los muertos y el recuerdo de su espalda.
Ahora,
cuando la busco, aparece de la nada, me mastica lentamente, me devora en
silencio, me liba, me fatiga, paga la renta y se va detrás de sus quimeras como
el viento infinito en el corredor de una flauta. Y yo ya sin balas.
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18 de Marzo, 2012
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La igualdad del olvido |
Y entraron las libélulas para
dar luz al estropicio de bisagras oxidadas, cristales rotos y repisas abatidas.
Como sombras sedientas, los bichos desordenaron la noche con su pandemonio de
intermitencias ardorosas.
Hasta entonces, la bóveda había
permanecido oculta al eco bobo del bullicio y a los aires rancios del
combustible quemado; la oscuridad se había guarecido allí, bajo la negra loseta
del panteón familiar de tres apellidos.
Fue una invasión temible pese
al poder artillado de una guardia cargada de olores diversos, huesos en punta,
bocas siniestras y velas apagadas por un soplido remoto.
Las libélulas sobrevolaron las
abulias de los muertos, sus tercas muecas, últimas y tiesas; giraron en
derredor en el largo y angosto vestíbulo donde la furia escandalosa de lo
extinto celebraba el horror.
En ese refugio del olvido, los
insectos clarearon el estrago, iluminaron la historia, alumbraron el desorden.
Por un instante amarillearon la cripta y opacaron el reverbero azulnegro de una
estirpe que había practicado sometimientos de índole diversa, reclutando
inválidos, sembrando miseria y explotando negritos que ni nombres tenían; un
linaje ahora mustio entre maderas podridas y verdes abrazaderas de bronce. Esas
ánimas no habían merecido ni la piedad del infierno y seguían allí, muriéndose
para siempre.
Las urgentes libélulas, que
deseaban multiplicarse en un cobijo sereno, en un resguardo silencioso, en un
regazo caliente, advirtieron que no era un buen lugar para la vida y sólo
dejaron sus heces. |
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11 de Junio, 2011
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El libro |
Presentación del libro "Minicuentos grises", de Ricardo Rubio, con dibujos de Rubén Pergament. Arte de tapa de Mónica Caputo. Biblioteca Nacional, 3 de diciembre de 2009.
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02 de Febrero, 2011
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El ajuste |
Atravesé
el portón que da a Bermúdez a las diez y media. Era un preso sin prisa que
regresaba de la libertad de la cárcel al brete de la libertad. Me sentía comido
por la reja; veinte años por un crimen ajeno era algo más que un malestar
pasajero. El verdadero culpable andaba tranquilo, y esa tranquilidad me la
debía. Lástima que había prosperado tanto en el escalafón político, cazarlo se
hacía duro. Pero en la historia de los hombres siempre asoma una sombra que
desnuda la debilidad, y esa flaqueza se llamaba Fiona que tenía marido, perro y
una escandalosa lista de compras semanales en Palermo.
La
esperé en la galería un viernes a las tres de la tarde. Cuando entró a las
cocheras, le apoyé el filo en el pescuezo y de checo la hice subir a su cuatro
por cuatro. Luego, conduje hasta Goyena, en Caballito; atravesamos el portón,
la desaté y desactivó la alarma. Con el marido de viaje, se obligaba la visita
del que me la debía.
Me
armé un corchito y esperé tranquilo recorriendo de reojo a la fulana, menos por
seguridad que por placer. Me pareció de coser y bordar. Ahí nomás le batí
cantina y transó enseguida. Después del recreo, la seguí venteando como para
memorizar sus detalles: la hendidura a lo largo de su columna vertebral, el
bailoteo de sus ojos en los primeros roces, el modo de arquearse en los
últimos…
Estaba
en eso cuando apareció el candidato. Ella abrió la puerta y lo hizo pasar. Al
tipo la sonrisa le duró hasta el borde de la alfombra. No había cambiado mucho,
una que otra cola de rata, alguno que otro gramo aquí o allá, pero nada más;
era una conserva en ocio y palabrerío. Estuvo sosegado hasta reconocerme,
recién ahí empezó a disculparse como si veinte años en gayola hubieran sido
veinte minutos, y ensayó varias sonrisas llenas de dientes con gestos
hipócritas, propios en su actividad.
Cuando
sacó el revólver, le clavé la punta en la muñeca y se dio cuenta de lo que iba
a pasarle. Imploró por sus hijos, por su vieja, por la causa. Precisamente, por
la causa le atravesé el corazón ni bien salió de la alfombra. Más tarde, lo
tiré al Riachuelo para que se sintiera cómodo con su nuevo estado civil y dejé
la cuatro por cuatro en Parque Chacabuco, donde el marido de Fiona me dijo que
la dejara. |
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02 de Febrero, 2011
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Por una cabeza |
El
sombrero le daba una sombra asombrosa. Miró en derredor, encendió un cigarro,
controló el tambor con las dos balas frescas y callado cruzó la calle. Lo
habían animado con un cheque de cuatro ceros. Se concentraría en el paradero de
una dama fácil que había levantado vuelo del refugio de un pesado con la ayuda
de un rufián.
Entró
al bar a la hora en que los ebrios empiezan a sufrir con el pan amargo de la
acritud. A cambio de un billete, el gordo Bétiga le sirvió una ginebra generosa y le señaló el sur con el dedo
mustio del aburrimiento. Caminó unas cuadras y, acercándose a la cerca cercana,
oteó la mancebía y oyó los rumores cenagosos del desenfreno.
Del
otro lado del tapial, la ventana de su destino revelaba los encantos pudendos
de la mujer que buscaba. Ahora tenía el resto de la paga al alcance de sus
manos; y esas manos treparon la pared, y el sombrío hombre con sombrero la
cruzó con la idea tibia y el corazón helado.
Cuando se oyó el estampido, la mujer no supo que el
grito de espanto había vuelto a su boca presionada por los dedos que cruzaran
el muro. Minutos después, el hombre guardó su treinta y ocho corto del
cincuenta y dos con una sola bala fresca, y le ordenó a la fementida fémina que
se enfundara. La hembra se encajó en su ropa costosa, se envolvió en un aroma
importado, se pintó los labios torvos como ceniza, tiznó sus mejillas, enmarcó
sus ojos, y juntos salieron esquivando al punto que se desangraba con un lento
hilo de sangre que, como ellos, buscaba la calle.
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14 de Mayo, 2010
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El tordo y el poeta |
Ilustración de Rubén Pergament
Era un bardo sombrío que chapuceaba endechas chillonas;
un vate egoísta, ególatra y aguachento que diluía palabras muertas en ecos que
no las repetían. Una tarde, un terco tordo tartamudeó un trino atávico
sobre su techo. El pálido trovador, poseído por pretendidas, profusas y
pérfidas pasiones, siguió con sus ojos el derrotero que el ave dibujaba en el
espacio, flameando en un periplo de indecible actitud, y creyéndose un dios,
quiso improvisar un poema. Abrió la boca para lanzar al aire una égloga
inmortal como la envidia o una bucólica inolvidable como un salpullido negro o un romance idílico como el almíbar de la rosa más
dulce del jardín más delicado, o un singular soneto sesudo que estrujase las tristes
ideas del mundo o un romance moro que se repitiera en las romerías o una cuarteta romántica con pasión y entrega o una tercina ilustre o, al menos, un madrigal claro y sentencioso. Buscó las mejores palabras de su acerbo, sabiendo que
el ave que ondulaba el aire las escucharía. Con el esfuerzo constipado probó
abordar ideas que engordaran sus palabras con la emoción repentina. Pero no
acudió a él ni la más pobre sílaba; no hubo ningún sonido que se aproximase a
su garganta. Permaneció en silencio largo rato con la boca abierta. Cansado y
aburrido, el tordo dejó caer en ella su mejor opinión. |
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perlateo a las 17:19 · 2 Comentarios
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14 de Mayo, 2010
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El maestro |
Ilustración de Rubén Pergament
Un hado azul azulaba la tarde. A su lado y ladeando
el lodo, el eremita se apoyaba en su cayado, callado lo seguía el lobo con
prudencia y lentitud. El anacoreta miró al licano y en sus ojos vio el reflejo
del poniente encendido. La fiera jadeaba como la máquina impaciente de los
recuerdos, mientras el sol se retiraba por el horizonte bermejo dejando caer su
panzuda bolsa amarilla sobre el final del mundo. El verde se hizo gris; el
marrón, azul; y la sombra creció como el lívido tul de un celentéreo en los
abisales del silencio. Las rosas y las violetas fueron negras, y negras las
pasiones escondidas detrás de los ojos del bruto asesino que asediaba al
caminante solitario. Repasaba al tacto su daga luenga y filuda arrastrando al
odio irrenunciable de los ignorantes.
Los ruidos menguaron y los oídos del resentido se
esforzaron barriendo el menor barrunto. Con pasos lentos, el asceta del bastón
llegaba a su cueva. No imaginaba aún que el verdugo y el cuchillo puntudo lo
esperaban detrás del antiguo nogal para desquitar el entripado que alimenta la
tirria contra el saber. El cenobita traspuso la tela sutil de su conciencia,
cerró los ojos para oír lejos y detuvo al animal. Ambos permanecieron inmóviles
y esperaron, invadidos por la dulce calma de la clausura. La demora envenenó al
verdugo con la bruma viscosa de la urgencia, y la confirmación de la trampa se
hizo luz en ojo interior del penitente. Agobiado por la ansiedad, el bárbaro salió
de su escondrijo, alzó el puñal de la fatalidad más allá de su cabeza, y antes
de atravesar el corazón de la sabiduría, sintió en el rostro el golpe feroz de
la sorpresa. Poco después, el cayado volvió a su trabajo y el lobo se ocupó del
resto.
Cuando el
ermitaño reinició su marcha, el universo continuaba abierto, los astros giraban
en el hondo espacio del espacio y la luna, enorme, parecía cercana, como
siempre. |
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perlateo a las 17:07 · 1 Comentario
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22 de Febrero, 2010
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La fiera y el cazador inexperto |
Ilustración: Rubén Pergament
La fiera se inclina en la margen del río. Bebe, una, dos veces. El cazador también siente sed. Ha cortado numerosas ramas y ha pisoteado pequeñas plantas para llegar a esta orilla. Se inclina sobre el agua y bebe. La fiera se yergue, se eriza, mira el monte y, salvo el cazador, todo lo que ve le es conocido. El hombre se incorpora. No sabe lo que la fiera sabe. Mira en derredor y todo lo que ve le es desconocido, aún el tipo de fiera que es la fiera. El grito acecha y el monte, misteriosamente inmóvil, contiene la respiración para no perder detalle de la muerte que parece prometerse. Atenta, la fiera se crispa, se concentra, mide, se informa. El cazador no recuerda dónde afirmó su fusil, no sabe siquiera si puede moverse. La fiera se alza, crece, se acerca y se le mete por los ojos. El cazador se contrae, se acurruca, se aplasta, se oculta entre las hojas que dejó vivir. La fiera ha llegado hasta su cara, un aliento salvaje golpea el rostro del cazador que no recuerda el tiempo que lleva sin respirar. El monte aguza los sentidos, el agua del río ha dejado su eterno viaje para después. Ahora que la fiera huele al cazador, lo que ya sabía por los ojos se repite en su hocico. No tiene hambre. “No es momento de matar”, se ha dicho a sí misma en el raro idioma de su pensamiento. Será otro día. Vencida su curiosidad, la fiera se vuelve. |
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22 de Febrero, 2010
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Teoría del caos |
Ilustración de Rubén Pergament
La tribu trinaba de bronca, la bronca trinaba en la tribu, y la tribu y la bronca se unieron y fueron a la guerra con los de al lado. Primero, cargaron un misil en el arcabuz del odio; luego, encendieron la mecha con la llama de la venganza. La saeta cruzó los aires rancios de la soberbia, el tufo sutil de la intemperancia, la ínfula de la infamia, y cruzó por sobre los eucaliptos más altos que los separaban de sus arteros enemigos. Mantuvieron el silencio, y el silencio siguió callado: ninguna detonación, ningún resplandor, ni siquiera un tris que quebrase la placidez de la tarde. La tribu entera bramó de bronca; y el bramido, la bronca y la tribu cargaron nuevamente el arcabuz de la miseria con otro misil ciento diecisiete veces más grande que el primero. Para encender la membruda mecha, hicieron una pira con el fuego de la indiferencia y el bólido partió hacia el otro lado dejando en la aldea varios cuerpos consumidos. El bramido, la bronca y el resto de la tribu cubrieron sus orejas a la espera de la atronadora estridencia del estruendo. Pero nada pasó, y la tribu se llenó de preguntas. Otra vez, cargaron el arcabuz de la desdicha con un misil tres mil trescientas cuarenta y tres veces más poderoso que el primero, y encendieron la mecha de la ignorancia con una fogata que terminó por achicharrarles las chozas, por quemarles las granjas y carbonizarles los sueños. Quizá el rencor o el peso del misil impidió que saliera de la rampa, y estalló en medio de la gente. |
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24 de Enero, 2010
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El orden |
Ilustración de Rubén Pergament
El mañoso y breve Bruno Britos se casó con Chiquita Astolfi un viernes de abril a las siete de la tarde. A pesar de breve, Bruno Britos era un policía de los bravos, y le llenó a “chiquita” la alacena con latas, el ropero con ropa, el patio con plantas y le provocó cuatro hijas que a los doce agarraron la calle para no soltarla jamás. Chiquita Astolfí dejó que las arrugas le llenaran los ojos, y los dolores, el corazón y los huesos. Sus teñidos dejaron de ser prolijos, su cintura ensanchó y sus muslos encogieron. A Bruno Britos le tiraron el retiro en la tarde de un viernes de otoño; la fuerza le obsequió un reloj, una marcha y un diploma. Recordaba ahora el sabor salado de sus lágrimas cuando el jefe le extendió la mano enguantada del adiós. Después, las hijas pasaron los cuarenta, Bruno se hizo aún más breve y empezaron a achicarse sus recuerdos. “Chiquita”, por su parte, primero dejó de caminar, luego de sonreír y finalmente de respirar. La mayor de las hijas se arrojó del tanque de agua cuando en la salita le dieron“el positivo” y la menor se inyectó tres gramos diluidos en dextrosa detrás del tractor del atracadero. Rancias y putiviejas, las dos restantes aguardaban la herencia de la casa y la pensión de Bruno, el breve. Pero el hombre sin memoria, ya no recordaba la muerte. Ellas creyeron que jamás las dejaría, que acaso muriesen primero. Pensaron en arrojarlo desde la terraza, luego, de ahogarlo en la bañera, más tarde, de quemarlo en la cama y cortarlo en pequeños trozos o hervirlo y tirarlo a los perros o congelarlo y trozarlo a martillazos; envenenar su sopa, su leche, su agua, su bastón. ¿Cómo vaciarle el pellejo sin quedar manchadas? La TV les dio la idea: quizá bastase un sobresalto para que el tenso y cansado corazón del viejo reventara. Y esa noche aparecieron los ruidos, las cadenas, los fantasmas, y el hombre sin recuerdos disparó dos veces su jamás olvidada cuarenta y cinco. Una sonrisa fértil acompañó los labios de Bruno, el breve, mientras cavaba en el jardín donde sembró al resto sus hijas. Sin buscarlo, su cabeza y su entorno se pusieron de acuerdo. |
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24 de Septiembre, 2009
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The last one |
Ilustración de Rubén Pergament El barro anegaba la trinchera. Los feroces fusiles aullaban con su tos de chispa y desenfreno a través del pajonal desierto. El enemigo avanzaba y caían los hombres al polvo del fin con el absurdo estertor del hálito huyente. El último soldado desolado disparaba hacia ninguna parte y soñaba con las luces de su casa. Recordaba sus patios con malvones, las tulipas de su cuarto y los gruesos labios de la mujer del bar. A lo lejos, el obús enemigo había trazado los particulares parámetros de su posición. Una mano de vellos amarillos bajó el infrarrojo desde sus ojos y atizó el percutor del descalabro, el gatillo deldolor, la llave del para siempre, y la bala partió delante del estruendoso estampido, delante de la mano de pelos rubios que salía del disparador y alzaba el infrarrojo hasta los helados cristales azules de su rostro. El soldado desolado se había librado de su casco inútil cuando divisó, a lo lejos, el resplandor que seguramente una mano blanca de blondas hebras había provocado. Abrió los brazos, cerró los ojos y esperó. No alcanzó a imaginar; sólo un latido se adelantó al proyectil presuroso que se hundió a su lado con un chasquido parco sin fulgores, sin finales y sin estallar. El humo asomaba por el hueco donde ahora la metralla enfriaba su entripado y frivolizaba la fiebre de la mano rubia de ojos añiles que detrás del infrarrojo imprecaba con palabras protegidas por otros signos sonoros. El soldado desolado traspuso la triste trinchera y avanzó hacia el obús. Del otro lado se demandó silencio y toda la horda acatóla orden. El soldado desolado se acercó, bayoneta en mano, al obús de la concupiscencia. Cuando llegó al cañón, la soldadesca enemiga lo rodeó y la mano albina le quitó el sable, los malvones del patio, las tulipas de su cuarto y los gruesos labios de la mujer del bar. |
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09 de Septiembre, 2009
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Partida Doble |
Hasta conocerla, yo había sido atildado, atemperado, abstemio y bastante estúpido. No había conocido más que mujeres con cuerpo atomatado y cara imprecisa de relojes debajo de las raíces negras de sus teñidos quemados. Cobraba las tajadas del jefe y no separaba un centavo para mí; a cambio, recibía una palmada, un magro pago semanal y el abrazo intenso de alguna compañera regordeta en el baño de la muni. La edad ya me arrastraba a la desidia y había empezado a practicar la imbecilidad como excusa, cuando ella llegó a mi noche solitaria abriendo la boca de la pena, huyendo de un futuro que cotizaría el precio de su prestancia, que le dejaría el sexo blando y el seso duro. Entrenada por su padre y corrompida en cuotas por el maltrato, vino a dar a mi puerta y a mi pieza la noche de un mísero martes de mayo de dos mil y pico. Carrozada con curvas y salientes, era una breva breve, pero brava de bragas. Cenó con avidez, bebió como un desierto y me convidó la cama para darme las gracias que por pudor no acepté. La miré mientras dormía; luego, la dejé sola con su noche y salí a caminar. Pasaban los días y el instinto me instaba a no perderla detrás de un no que cancelara su presencia para siempre. Aturdido por sus atributos, por su horrible belleza, por la triste alegría que me daba, no tardé en aceptar las ofertas de su sensualidad. Fue así cómo los tentáculos de la tentación y la trampa caliente de su carne me invadieron de rojo los ojos. Acepté su modo de sufrir y de librar el humo entre los labios, me acredité su beso avieso, su ropa huidiza, el tramo sedoso de sus bordes y el tobogán de su espalda; me sumé al sumo zumo de su inmediatez, y debí pagar su lencería, su biyuterí y lo que atravesaba su boca. Todo cambió desde entonces: empecé a quedarme con los vueltos antes de que otro se los quedara, a visitar clientes para mí, a presionar buscavidas y a tajar todo tipo de bagallo que ventilara por izquierda. El jefe lo supo antes de lo previsto y me gerenció la visita de un gorila que me sorprendió en la cama abrazado a ella. El mono empezó a darme sin languidez y caí al desmayo. Cuando desperté, el hampón estaba muerto sobre la chica, la sangre teñía las sábanas, la colcha y el colchón. Ella apenas respiraba, pero seguía aferrada a la tijera que descubrí al voltear al mastodonte. Lo dejamos caer al pozo ciego; ella me dijo que ese tipo era su padre. Ahora en la muni, hasta el jefe me teme. |
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06 de Septiembre, 2009
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Premio consuelo |
Después del último trago, encendí un cigarrillo. Sólo tenía unas monedas y llevaba tres días de ayuno. Ella se había ido como un pájaro que parte hacia alguna parte tajando en dos el pasado, como una gacela muda atraída por el agua sucia de los turbios atanores de la noche. Se llevó la llave y los últimos pesos de la caja. Dejó una zanja en la tristeza y una soledad húmeda repartida entre los rancios muebles de mi oficina. Ningún caso este mes, y el casero me acosaba con la renta. Con su corazón ambidiestro se alejó de mis sueños con tos, de mis escaleras con tacos, de mi pésima suerte. Me vertí en el vértigo de imaginarla volver con las orillas untuosas de un río de aceite, con los bordes jugosos de una fruta inefable, con sus filos de azúcar, con la piel lanosa de sus mentiras. Pero no regresaría; gozaba ahora del buen trato de un otario que le daba los gustos, que le cubría los gastos, que le aguantaba los vicios. Lo cierto es que yo ansiaba sus orillas nutridas, sus medias de seda, sus eclipses de popa y sus tensos breteles. Encontré dos balas viejas para el treinta y ocho que dormía desde el noventa. Miré el caño y busqué un motivo para no tragarme un disparo. Más tarde, indagué la calle, investigué la finca y confirmé la hembra. Tramé una vana excusa para perdonar al perro y al otario; dos retumbos secos quebraron la noche. Después del ajuste, entré a la pieza con un vacío vacilante. Ella vibraba como una víbora, temblaba como un tiento, gimoteaba como una gata frente al humo blanco del caño de la intemperancia. Me vio, cerró los ojos y abrió las ramas. Tramé tomarme el tiempo para su tributo tórrido y tenaz. Su piel de arcilla me cubrió con el abanico negro de los murciélagos, con el sudor cetrino del veneno de un cangrejo, con el fuego rojo de sus labios de averno. Luego, se fue otra vez dejándome los muertos y el recuerdo de su espalda. Ahora, cuando la busco, aparece de la nada, me mastica lentamente, me devora en silencio, me rumia, me fatiga, paga la renta y se va detrás de sus quimeras como el viento infinito en el corredor de una flauta. Y yo ya sin balas.
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06 de Septiembre, 2009
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Atún desmenuzado |
Marina había pedido un oporto en el puerto. Odiaba el mar y los mariscos, el salmón y la salmuera, pero amaba a Marcos, amaba a Manuel y amaba a Mauricio, que solían pescar lejos, más allá de la línea de la distancia. Ahora cruzaba por la soledad del dique y no le importaba que aquel desconocido la siguiera con acechantes ojos de hiena para dársela en la dársena durante el bostezo seco y soso del anochecer. De un salto, el sátrapa se interpuso a su paso y puso su peso en el piso. Ella dejó que acariciara el solaz de su seda al deslizarse, que degustara el zumo salado de su savia, que bogara en su boca hasta las hondas aguas donde fugan los sabores y que luego restregara sus salientes indagando indicios para entrar en los ardores más íntimos de sus surcos secretos. Brusco y voraz, la sometió en silencio. Ella toleró la rastrera dentellada, el abrazo luciferino prendido a su cintura, el agitado rescoldo de la breve cópula, hasta que el rufián le vació el ardor entre las vísceras con el extenuado aliento que cancela la descarga. Exangüe, exánime y escurrido, el amoral se recompuso, se incorporó, organizó su cuerpo, su cinto, su cartera, y sonrió satisfecho ante el fulgor de aquella piel tendida al elogio de sus ojos. No supo cómo la red cayó desde la grúa ni de dónde surgió el arpón que le atravesó las tripas, ni pudo adivinar el cuchillo que le buscó el latido que escondía en el pecho. Marcos, Manuel y Mauricio miraron minuciosamente al muerto. Le quitaron la camisa, el cinto, las botas, y lo dejaron caer en la batea del picadero mientras el silencio huía de la urdimbre tremolante de la maquinaria. Marina, que aún tenía las tibias tibias y húmedos los húmeros, los invitó a su casa para seducirlos con los lances de su lencería, con los bultos de su interesada generosidad, con la fatalidad de sus ósculos profanos. Ninguno le reclamó la cartera. |
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publicado por
perlateo a las 21:53 · 3 Comentarios
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En imagen |
Tapa del libro: Mónica Caputo. Ilustraciones interiores de Rubén Pergament |
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Al margen |
Anotaciones por Alicia Digón y Héctor Faga |
Ricardo Rubio roza el rimmel, el rictus de las palabras y se filtra en los intersticios del lenguaje para domar al músculo de esa realidad que se torna otra. Alucinada, fatal, a veces introduce una estética extraña, procaz y provocativa. Ese juego de rarezas cotidianas que da vuelta como un guante a aquella minificción que da la espalda a la fantasía atrevida. Diríase que estas minificciones recortan al hombre post moderno, urbano, líquido, y ahí, en ese espacio, RR se vuelve insolente, rescata historias del pozo de los infiernos, allí, donde se cocina la verdadera literatura. RR, insisto, le saca fotocopias (cien) al ombligo de una mujer, mientras su jefe se pierde en la espesura de su cuerpo. Quien lo acompaña, es decir: quien lo ilustra, también juega al dominó con el diablo, y -como diría Ike Blaisten- sus dibujos, aparentemente inocentes, "tocan el violín en la panza de la luna". (Alicia Digón)
...del amor, la ira, la tristeza, la duda, la lujuria o la ambición, no excluyen la crítica, la ambigüedad y la fantasía. Bajo una apariencia coloquial, Ricardo nos muestra un exquisito manejo del lenguaje. Qué, si no, puede decirse de expresiones tales como “los feroces fusiles aullaban con su tos de chispa y desenfreno”, “mujeres con cuerpo atomatado y cara imprecisa de relojes”, o finalmente, “tajando en dos el pasado como una gacela muda”, preciosas imágenes exteriores a ser recreadas y desmenuzadas en la soledad de nuestro interior... (Héctor Faga) |
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